Colombia
“De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y la imaginación.”
Jorge Luis Borges[1]
Hay personas que devienen símbolos por la coherencia de sus pasiones llevada al paroxismo. Virginia Woolf es símbolo de la lucha por los derechos de las mujeres a pensar, escribir y publicar con su propio nombre (a tener una habitación propia). Paul Auster es el símbolo de los múltiples rostros de Nueva York. Eduardo Caballero Calderón es el símbolo de las heridas de un siervo sin tierra. Los ejemplos proliferan. Borges, sin duda, es símbolo de la biblioteca, de los libros como extensión de la memoria, el pensamiento y la imaginación. Él mismo en su autobiografía dejó escrito que si tuviera que señalar el hecho capital de su vida diría que fue la biblioteca de su padre. Y agregó: “creo no haber salido nunca de esa biblioteca” [2].
Hay quienes dudan de Borges como poeta (Alberto Aguirre, por ejemplo), otros se decepcionan por sus posiciones políticas (Vargas Llosa, y otros, lo leían a escondidas en sus años de fervor revolucionario) y hay quienes renuncian a su relectura por considerar su literatura un engendro de biblioteca (Hemingway, entre ellos). Sin embargo, en lo que tirios y troyanos coinciden es en reconocer a Borges como lector, nadie pone en duda su fecunda relación con los libros, con la biblioteca. Con la de su padre en Buenos Aires, con la del colegio Juan Calvino en Ginebra Suiza, con la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, en fin, con el universo que otros llaman la biblioteca, como escribió en una de sus más conocidas ficciones: La Biblioteca de Babel [3].
El escritor argentino logra mostrar el valor de la biblioteca como lugar de convergencia del pasado y el presente.
La biblioteca es memoria, realidad expandida, imaginación esculpida en el signo escrito. En la biblioteca pervive el diálogo entre generaciones y culturas, entre lenguas y cosmovisiones, entre prejuicios y hallazgos científicos.
En los libros se reúne el testimonio, endeble, de la aventura humana con sus diversos rostros. Borges, el memorioso, se fue convirtiendo él mismo en una biblioteca ambulante, en un jardín de senderos que se bifurcan, en un yo plural con una sola sombra.
Borges fue un maestro del diálogo inteligente, irónico y cordial. En su experiencia de lector el maestro argentino reivindicó el origen dialogal del pensar. Borges es, ante todo, un hombre asombrado con lo más próximo y cotidiano. Su relación con la biblioteca fue intensa, permanente y voraz. Acercarse a su literatura es entrar en contacto con la tradición literaria, con las múltiples voces que modularon su mirada.
Su erudición nunca fue motivo de petulancia. Borges fue un lector hedonista, su criterio siempre fue el placer de leer y releer. Y así lo enseñó durante 20 años en la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires, donde fue profesor de Literatura inglesa: “Siempre les he dicho a mis estudiantes que tengan poca bibliografía, que no lean críticas, que lean directamente los libros; entenderán poco, quizá, pero siempre gozarán y estarán oyendo la voz de alguien […]. Yo he dedicado una parte de mi vida a las letras, y creo que una forma de felicidad es la lectura” [4].
Borges nos enseñó que la biblioteca, más que un lugar con fines utilitarios o un repositorio de objetos, es ante todo un lugar con valor existencial. La biblioteca es una profunda experiencia espiritual, lugar de encuentro con una atmósfera propicia para la felicidad: “Lento en mi sombra, la penumbra hueca / exploro, con el báculo indeciso, / yo, que me figuraba el paraíso / bajo la especie de una biblioteca” [5].
A manera de epílogo quiero citar a Irene Vallejo, quien en su libro El infinito en un junco le hace varios homenajes a Borges como bibliotecario por antonomasia:
“Cuenta un amigo del escritor que cierta vez recorrió con él la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Borges se movía entre los anaqueles como en su propio hábitat. Abrazaba con la mirada, ya sin verlos nítidamente, cada uno de los estantes. Sabía dónde se encontraba cada libro y, al abrirlo, encontraba enseguida la página precisa. Perdiéndose en corredores tapizados de libros, deslizándose por lugares casi invisibles, Borges se abría camino en la oscuridad de la biblioteca con la delicada precisión de un equilibrista; como Jorge de Burgos, ese guardián ciego -y asesino sigiloso- de la biblioteca abacial de El nombre de la rosa, que Umberto Eco, entre el homenaje y la irreverencia, imaginó inspirándose en él” [6].
Referencias Bibliográficas [1] BORGES, Jorge Luis. El Libro. En: Borges, oral. Buenos Aires: Emecé, 1996, p. 165.
[2] BORGES, Jorge Luis. Autobiografía. Buenos Aires: Ateneo, 1999. p. 24 -25.
[3] BORGES, Jorge Luis. La Biblioteca de Babel. En: Ficciones. Obras completas. Buenos Aires: Emecé, 1974. p. 465 – 471.
[4] BORGES, Jorge Luis. El Libro. Op. cit., p. 170.
[5] BORGES, Jorge Luis. Poema de los dones. El Hacedor. En: Obras completas. Tomo II. Buenos Aires, Emecé. p. 222.
[6]VALLEJO, Irene. El infinito en un junco. Barcelona: Penguin Random House, 2021. p. 155.
Jhon Mauricio Taborda. Colombia
Profesor del Departamento de Humanidades de la Universidad CES. Coordinador de la Maestría en Bioética de la misma universidad. Apasionado por el diálogo entre la filosofía y la literatura.
Me gusta el café, el vino, la música y el arte de la amistad.